Hace una semana falleció el cineasta norteamericano Jonathan Demme, al que todos asociaremos para siempre como el director de “El silencio de los corderos” (1991) y “Philadelphia” (1993). Pero el director nacido en Nueva York deja un legado mucho más grande, que va más allá de sus 18 películas como realizador: ha rodado películas documentales, documentales musicales, videoclips, series de televisión, tv movies y ha tenido un papel como cronista de más de tres décadas de la mejor música pop y rock norteamericana. Un director rebelde y valiente que ha abordado temas que van desde la política, el racismo, el SIDA, la locura o el alcoholismo, saliendo casi siempre airoso de tales retos.
La carrera de Demme está asociada, al igual que muchos de sus compañeros de generación, de la mano del productor, guionista y director Roger Corman. Corman, un auténtico icono del cine de serie B, auspició bajo su paraguas el nacimiento y descubrimiento de infinidad de grandes talentos surgidos en los finales de los 60 y principios de los 70,
como Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, Jack Nicholson, Peter Bogdanovich, Joe Dante, John Sayles, James
Cameron o Ron Howard. Curiosamente, muchos de estos directores son considerados claves en la transformación del cine en la década de los 70, pero Demme nunca entró en esta lista, relegado a ser un director de oficio, capaz de llevar a buen puerto, no exento de talento, pero no con la personalidad autoral o estética que el resto de sus compañeros de generación.
Su nombre empieza a sonar con el thriller “hitchconiano” “El eslabón del Niágara” (1979), una paranoica y enrevesada intriga en la que trabaja por primera vez con el director de fotografía Tak Fujimoto y que marcará el estilo visual de toda su posterior obra. La década de los ochenta está marcada por dos comedias románticas y alocadas que le sitúan como uno de los directores más prometedores del panorama cinematográfico: la ya convertida en un clásico “Algo salvaje” (1986) y “Casada con todos” (1988), en las que demuestra su capacidad narrativa, su inteligente y sugerente uso de la música y las canciones, y su talento para dirigir actores. Los noventa es su época dorada que arranca con el éxito de “El silencio de los corderos” (1991), un excelente thriller de terror que lo consagra y le brinda el Oscar de la Academia, además de marcar el género de terror, abriendo la veda a títulos claves como ”Seven” (1995). El éxito de las aventuras de sus personajes Clarice y Hannibal Lecter no solamente dispara toda una saga y universo alrededor del doctor caníbal, sino que coloca a Demme en una posición de prestigio que le lleva a dirigir “Filadelfia” (1995), una valiente y arriesgada historia que gira en torno al SIDA y a la homosexualidad como reflejos de una sociedad anquilosada, desconfiada e intolerante que se atrinchera en la moralidad de mirar a otro lado ante los dramas de la humanidad. La valentía de Demme reside en abordar dichos temas en un momento en el que la falta de información y la ignorancia reinan en una sociedad que se niega a afrontar la realidad. El realizador, con su habitual estilo impregnado de resortes de cine de género, se acerca con delicadeza a los personajes, trabajando casi siempre con primeros planos y utilizando una puesta en escena que provoca que casi todos los actores miren a cámara continuamente. De esta manera, el espectador se siente interrogado y siempre en primer lugar de un drama que ha de ser todo menos juzgado.
La valentía de Demme también le llevó a abordar remakes de dos títulos memorables de la historia del cine como “Charada” (1963) o “El mensajero del miedo” (1962) y convertirlas en “La verdad sobre Charlie (2002) y “El mensajero del miedo” (2004), con diferente suerte. De la misma manera, a finales de la década de los 2000 decidió alejarse de Hollywood y centrarse en filmar documentales y películas relacionadas con el mundo de la música. Su otra gran pasión.