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«El silencio de los corderos» (1991), adaptación de la novela homónima de Thomas Harris, es hoy en día un clásico de la historia del cine. Una película de género, pequeña, con un presupuesto menor para una producción de Hollywood, pero que la Academia catapultó hacia el éxito y la eternidad. Una película de suspense y misterio, con asesinos en serie, imágenes ciertamente escabrosas, travestismo… En definitiva: una película de terror. Hasta entonces, los premios de la Academia habían dejado muy de lado el cine de terror. Únicamente grandes éxitos como «El exorcista» (1973) o «Tiburón» (1975) habían recibido nominaciones, hasta que El silencio de los corderos se llevó los cuatro premios más silence-of-the-lambsimportantes: mejor película, mejor director (Jonathan Demme), mejor actor (Anthony Hopkins) y mejor actriz (Jodie Foster).  El género de terror, hasta entonces ninguneado en los premios y reconocimientos, se hizo mayor ganándose algo de respeto. Y por supuesto, se convirtió en un gran éxito de taquilla.

Hannibal Lecter se convirtió en uno de los “malos” más famosos de la reciente historia del cine, aunque esta no era la primera vez que aparecía en la gran pantalla. El prestigioso realizador Michael Mann ya había adaptado «Red Dragon» (1981), la anterior novela de Thomas Harris sobre el personaje, que finalmente se convertiría en el largometraje «Manhunter» (1986). Y no fue la última. La saga de películas sobre el “caníbal” continúa hasta nuestros días con nuevas películas y series de televisión.

«El silencio de los corderos» es una historia de transformación: la de un asesino en serie y la de una joven e inexperta aspirante a detective del FBI. Acompañados por la excelente banda sonora de Howard Shore, asistimos al viaje personal de Clarice Starling de la mano de su mentor, el diabólico y carismático doctor Hannibal Lecter. Este viaje a los miedos más profundos de Clarice y que se encarna en las secuencias que interpretan Jodie Foster y Anthony Hopkins son, sin duda, lo mejor de la película y el recuerdo que tras más de dos décadas queda de ella. Siempre separados por los barrotes de la celda o por una pantalla de metacrilato, a medida que sus secretos más íntimos se van revelando, la cámara se va acercando cada vez más a sus rostros. Hasta que, finalmente, sus caras se funden ante el reflejo del cristal y sus dedos se acaban acariciando. Quid pro quo.